jueves, 17 de mayo de 2012

José IV: En casa de Potifar


“Dios tiene un plan, José, recuérdalo. Dios tiene un plan”.

Día y noche, en el largo, penoso, tortuoso y dramático trayecto hacia el país del Nilo, el joven no cesaba de recordarse a sí mismo aquello que anteriormente siempre le había ayudado. Ahora ya no le quedaba más que aquello, ya nada más que su esperanza. Ahora su túnica de colores estaba en su corazón, y tenía forma de sueños, de aquellos sueños que había compartido con su familia cuando la vida era más benevolente con él, cuando aún tenía algo más, cuando algo tenía sentido. Y ahora, cuando todo era incierto, cuando ya nada parecía guiarle a aquel sueño en que aún el sol y las estrellas se inclinaban ante él, cuando ya ni las lágrimas mitigaban el dolor de saberse odiado por sus hermanos, perdido de su padre, cuando ya no era nada para nadie, decidió que ese sería su tesoro. Que cada vez que la desesperanza pudiera con él, cuando ya nada mereciera la pena, se esforzaría por creer aquel sueño, aquella visión, aunque nada saliera bien, decidió recordarse en cada bache de la vida, en cada barranco, en cada desierto, que “Dios tiene un plan”. Y decidió que sería fiel guardián de su tesoro, y que, bajo ninguna circunstancia, nadie se lo robaría.

Fue vendido a la casa de un hombre llamado Potifar, oficial del Faraón. Era un hombre muy rico y poderoso, con varias decenas de esclavos en su casa. Aunque llegó cansado, delgado y con bastante mal aspecto después del viaje, José era un muchacho sano, fuerte y con buen cuerpo, no les costó mucho esfuerzo a los ismaelitas venderlo a tan digno comprador.

José se había criado en un campamento itinerante de pastores en Canaán, no estaba acostumbrado a las grandes y lujosas casas egipcias, con sus enormes y preciosas columnas, con aquellos patios de piedra labrada. Pero su padre, Jacob, tenía muchas reses, su rebaño se contaba entre los más impresionantes que había. Así que José vivió toda su vida acostumbrado a tener de todo, a ser servido, a ser el ojito derecho de su padre. Y ahora era un esclavo, debía trabajar día y noche, debía limpiar los excrementos de los demás, tenía que mantener aquella gran casa reluciente. Y él ni siquiera estaba acostumbrado a pisar suelos de piedra en grandes casas construidas, mucho menos limpiarlos. Pero él decidió hacerlo lo mejor que pudo, como si lo estuviera haciendo para su padre, más aún, como si lo estuviera haciendo para el dios de su padre.

Y cada día los suelos, las palanganas donde hacían sus necesidades, todas las estancias y todo aquello que habían puesto al cargo de José, estaba más limpio que había estado nunca. Potifar quedó impresionado con la dedicación de José, así que le puso a cargo de un grupo de otros esclavos, y José se lo tomó como un mandato de su amado padre, o de su poderoso dios. Y logró motivar a todos sus subordinados para que dieran todo lo que pudieran, de tal manera que la casa estuvo más limpia en su conjunto que el mismo palacio del Faraón. Potifar le puso también a cargo de la economía de su casa, agradado con los resultados del ascenso del hebreo, y José hico todo lo que pudo, sabiendo como sabía llevar la contabilidad por los años de experiencia en su casa de mano de su padre. Hizo todo lo que Potifar le ordenó como si siguiera órdenes de su padre, o más aún, del dios de su padre, siempre recordando que tenía un gran tesoro que guardar. Que si era leal en guardar y ser fiel con todo aquello que Potifar le otorgaba para que guardase, mucho más lo sería con el gran tesoro que el dios de su padre le había otorgado, para el cual realmente trabajaba, sus sueños.

Y así fue como, en el tiempo en que un esclavo normal se habitúa a aceptar que su vida ya no le pertenece, José había sido puesto sobre toda la casa de su amo, y Potifar le confiaba todo, de tal manera que ya solo se tenía que preocupar de comer y servir a Faraón en lo que le fuera requerido. Y haciendo esto, la casa de Potifar fue muy prosperada, y su riqueza fue multiplicada por mano de José, o más bien por mano del dios de su padre. Hasta tal punto Potifar confió en José, que se hicieron muy amigos, cosa que en todo Egipto jamás se había visto entre alguien de tanta posición como el oficial del rey y un esclavo.

Pero José, aunque cuando llegó tenía un aspecto lamentable, el trabajo en casa de Potifar, la buena comida que recibía de su amo, el haber sanado sus heridas y lavado la suciedad con que llegó, desvelaron al jovencito como alguien con un precioso cuerpo y muy hermoso a los ojos de las mujeres. El tiempo trabajando para su amo bastó para que el niño muriese y en su lugar se irguiera un hombre, uno de esos que las chicas se paran y se dan la vuelta para mirar mejor. Y Potifar estaba casado.

Desde que José comenzó a sobresalir entre los demás esclavos, la mujer de Potifar estuvo lanzándole indirectas para intentar cautivarle, pero él siempre había fingido no captarlas, no escucharlas o incluso había huido en alguna ocasión. Y las indirectas habían pasado a directas muy directas. Últimamente, las palabras “acuéstate conmigo”  de labios de la esposa de su amo, dichas al oído, se habían convertido en lo más normal del mundo. Pero llegó el día, cuando José estaba revisando el trabajo de sus compañeros y se dirigía al almacén para comprobar los víveres que quedaban, que se encontró, en medio de un pasillo, con su peor pesadilla, la mujer de su amo que le susurraba las palabras que tantas veces había escuchado. Miró alrededor, no vio a nadie, no escuchaba ningún ruido. Los esclavos estaban recogiendo el trigo en los campos de su señor, y Potifar mismo estaba en una misión con el ejército en el sur. Mientras ella se acercaba, la verdad es que la idea le atrajo. Nadie iba a pillarlos, nadie iba a sospechar nada. Incluso podría ser que aquella mujer, que no estaba nada mal, desde luego, terminara por envenenar a su marido y se quedaran juntos con todo, entonces sí que se iban a inclinar sus hermanos ante él. Ya estaba a apenas un paso, y él petrificado, con su mente bullendo ideas. Por un segundo todo pareció tener sentido, solo tenía que ganar con aquella proposición. Solo tenía que cerrar el puño, y todo sería suyo. Pero en ese momento recordó su tesoro, recordó que a quien él servía no era Potifar, era el dios de su padre, y ese amo le estaba viendo en ese momento.

¿Qué estoy haciendo?, ¿en qué estoy pensando? Mi amo me ha dado autoridad, me deja hacer y deshacer en todo en su casa porque confía en mí. Solamente no me ha dado potestad sobre su mujer, ¿cómo voy yo a traicionarle?

Y fue en el preciso momento en que ella alargó la mano para agarrarle del manto que lo cubría, que él echó a correr huyendo, no de aquella mujer, sino de él mismo, de la posibilidad de defraudar la responsabilidad que Potifar le había dado, pero más aún,de comprometer aquel tesoro que le había confiado Dios, ese que lo había mantenido con vida en los peores momentos de su vida, ese que le prometía tamaña grandeza. Y en aquella carrera se dio cuenta que la mujer no soltaba el manto, así que al poco se dio cuenta de que corría desnudo, huyendo, mientras que ella gritaba  sosteniendo su manto.

¡Socorro!, ¡José, el hebreo me quiere violar! ¡Que alguien me ayude! ¡Socorro!

Aquellos gritos resonaron en su mente mientras corría a sus aposentos. Fue a ponerse algo que ocultara su desnudez.

Pero aquellos gritos resonaron aún más en su mente cuando vio los grilletes atrapando sus manos, mientras todos le miraban con desprecio. Cuando su amo, conteniendo las lágrimas, había sentenciado que le encerrasen en prisión. Cuando le miró a los ojos, supo que Potifar le creía, creía que él no había hecho nada, conocía a su mujer y le conocía a él, si la hubiese creído, le habría sentenciado a morir irremisiblemente.

José había sido fiel, fiel con la casa de Potifar, todo había ido perfectamente, hasta el día en que se puso en prueba su integridad, hasta el día en que José fue verdaderamente fiel. Ese día su fidelidad se pagó con la prisión.

Se le encerró en la oscuridad, con los pies amarrados con hierros, alimentado cada dos días con un cubo de comida asquerosa que tenía que disputarse con enormes ratas.

Si cuando fue vendido por sus hermanos no lo entendió pero continuó confiando y siendo fiel guardián de su tesoro, ahora aún menos lo entendía. Y aunque pensaba que ya no le quedaban, lo cierto es que aún guardaba lágrimas que derramar. Y fue en medio de aquella desesperanza, de sentirse más desamparado que nunca, de saberse pagado con mal por el bien que había causado, fue en la oscuridad y la desesperanza de la cárcel, cuando recordó que era el guardián de algo muy grande, que aunque no entendiese nada, iba a mirar adelante. Fue en medio de la tormenta que, una vez más, decidió creer en la visión que recibió siendo niño, y fue entonces que se recordó aquello que, quizá, en los buenos tiempos en casa de Potifar no había tenido tanto sentido, pero que ahora volvía a retomar toda su fuerza, todo su poder.

“Dios tiene un plan”.

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