lunes, 9 de abril de 2012

Aquella semana IV: Muerto

Fue recibido con golpes. Cuando los guardias, guiados por su amigo, fueron a prenderle al huerto, le propinaron la primera paliza. Le ataron para que no se moviera, lo empujaron, lo patearon, le dieron puñetazos, golpes con el mango de la espada.

El ingente ejército de ángeles, dispuesto, que contemplaba aquello, no lo entendía, no daba crédito. Tenían prohibido intervenir, absolutamente prohibido, y venían a los soldados, azuzados por sombras, resarcirse contra Jesús, contra el Mesías, contra Dios hecho hombre, contra el Hijo. Ese día descubrieron lo que es la impotencia, lo que son las lágrimas mojando las mejillas.

El sufrimiento físico no fue sino en aumento durante ese funesto viernes. Ya con la cara desfigurada, el cuerpo lleno de moratones, el labio y la nariz rotos, fue sentenciado a sufrir la fustigación. 39 azotes con látigo. Pero no era un látigo normal, no. Era un látigo especial de tortura. Estaba hecho de tiras de cuero con bolas de metal entretejidas, que dieran mayor fuerza al golpe y provocaran contusiones, y en la punta tenían pedazos de hueso que se clavaban en la piel y la cortaban y la arrancaban. Tal era la crudeza de esta tortura que era normal que se le viera la espina dorsal, o incluso los órganos internos. Esto le hizo perder tanta sangre que le hizo entrar en un shock hipovulémico generado por la pérdida masiva de sangre y el dolor, en el que el corazón se acelera y bombea más rápido para tratar de contrarrestar la falta de sangre. Esto genera un fallo renal, para evitar la pérdida de líquido por la orina, una sensación de sed atroz y muchas veces el colapso y el desmayo.

Y fue en estas condiciones en las que tuvo que cargar con su propia cruz en el largo camino hasta el Calvario. Ahora, los golpes de la madrugada, el labio roto, no dolían en absoluto. Arriba, le esperaba la mayor tortura romana, la cruz. La muerte reservada a los peores criminales. Atravesarían sus muñecas y sus pies con clavos, triturando sus tendones y nervios. Apenas podía sostener su peso en la cruz, colgado. 

Pero al igual que los sufrimientos de la madrugada, los moratones, la nariz rota, no dolían al lado de los brutales latigazos, el dolor físico que sufrió no fue nada en comparación al dolor psicológico por el que pasó.

Ya en Getsemaní, sufrió hematidrosis, es decir, que el alto grado de sufrimiento psicológico hizo que se rompieran sus glándulas sudoríparas y literalmente sudó sangre.

Su propio amigo le entregó a esta muerte tan espantosa. Su madre tuvo que sufrir el ver a su hijo pasar por este trance, y él ser consciente; sus amigos más cercanos le abandonaron como a un perro en cuanto fue prendido. Las mismas multitudes que le aclamaban días antes, y le pedían que les salvara, ahora exigían su crucifixión, sin ser conscientes de la asombrosa consecuencia de esas dos reacciones. Fue acusado injustamente, con testigos falsos, con mentiras. Fue odiado sin motivo, fue sentenciado a la peor muerte posible por el fanatismo y la clara ceguera de sus conciudadanos.

Perdónalos, Padre. No saben lo que hacen.

Pero estos dos sufrimientos, el físico y el psicológico, no son absolutamente nada comparado con el gran sufrimiento que tuvo que experimentar Jesús, el sufrimiento espiritual, ese que no se puede recoger en pinturas ni en imágenes. El resto del sufrimiento, por sobrecogedor que nos parezca, no fue sino una pequeña picadura de un mosquito, comparada con la auténtica agonía de Cristo.

Desde siempre, el Hijo fue Dios, y como tal, fue Santo, Perfecto, Puro, Poderoso, Omnipotente. El nacimiento en Belén supuso un enorme sacrificio para Jesús. Se enfundó en un cuerpo mortal, pequeño, desvalido, de un niño. Dios se había acercado al hombre. Pero aún conservaba su santidad, su pureza, su poder y la relación con su Padre, con el que trataba siempre que podía.

Jesús se hizo culpable del pecado de toda la humanidad. Se hizo culpable de mi pecado, para que yo no tuviera que hacerlo. El Santo se hizo inmundicia, el Puro se hizo excremento. Absolutamente toda mala idea, todo asesinato, toda codicia, toda guerra, toda violación, todo el mal del mundo fue echado encima de Jesús, y él fue sentenciado y condenado como culpable. El Padre no puede tener comunión con lo impuro, así que su propio Padre celestial le dio la espalda en este momento tan crítico.

Pagó el precio más alto que se puede pagar, entregó su vida con todas las consecuencias. Sufrió la separación de Aquel con quien había estado unido para siempre para hacerlo.

En tus manos encomiendo mi espíritu.

Y fue entonces, con los ejércitos celestiales bajando la cabeza, absolutamente absortos, y las huestes demoníacas gritando victoria por la muerte del Gran Dios, cuando se hizo la oscuridad. Las tinieblas lo inundaron todo. Un gran terremoto removió los cimientos de la tierra. Jesús había muerto, y hasta el sol y la tierra se habían enterado.

El velo del Templo se rasgó en dos, mientras el centurión romano, al pie de la cruz, decía: verdaderamente este hombre era Hijo de Dios. La separación entre Dios y los hombres se había resquebrajado. Al fin se abría de nuevo el acceso al Padre, el acceso a la vida.

Pocos se dieron cuenta entonces. Jesús fue sepultado. Sus discípulos se dispersaron, se escondieron. Estaban asustados, aturdidos. Su maestro, el que durante tanto tiempo pensaron que les iba a liberar,  había sido asesinado de la manera más brutal.

Y llegó la noche. El cadáver, aún caliente, reposaba en su tumba. La guerra parecía perdida. La esperanza se había esfumado.

Jesús estaba muerto.

No hay comentarios:

Entradas populares