domingo, 1 de abril de 2012

Aquella semana I: Los dos generales


Había una vez un conquistador. Era el hijo del emperador Vespasiano y un brillante general. El gobierno de su padre había sido insultado y traicionado por los judíos, así que el gran señor del mundo decidió enviar a su querido hijo para poner fin al problema.

Los judíos eran un pueblo muy difícil de controlar. Se negaban a servir al imperio, a servir a sus dioses, a reconocer la superioridad de Roma. Era un pueblo obstinado, tozudo. Ya había habido un intento de hacerles entrar en cintura durante el gobierno de Nerón, pero su muerte interrumpió la purificación.

Pero ahora era el turno del gran general, del hijo del emperador. Congregó sus ejércitos como un solo hombre. Destruyó toda oposición, pasó por fuego aldeas, campos, mató niños, mujeres, dejó viudas a su paso, desolación, muerte. Hizo justicia con ese pueblo rebelde. Puso sitio a Jerusalén, sus legiones rodearon la Ciudad de Paz.

Y al fin entró, montado en su enorme corcel, en su caballo blanco, resplandeciente. Protegido por su armadura de acero bañado en oro, con piedras preciosas, con su manto púrpura que indicaba su ascendencia real. Legiones le flanqueaban, miles de hombres de hierro arrodillaban a las multitudes. La gente se escondió a su paso, el que no se ocultaba o se arrodillaba, pagaba con su vida. La ciudad ardió hasta sus cimientos. El Templo de Herodes fue saqueado, destruído, arrasado. No quedó piedra sobre piedra. Fue una victoria completa.

Este hombre se llamaba Tito Flavio Sabino Vespasiano, y más adelante sería conocido como Tito, emperador de Roma. La dura opresión de Judea le dio fama, le abrió las puertas del imperio.



Había una vez un conquistador. Era el Hijo del Emperador del Universo y un brillante general. El gobierno de su Padre había sido insultado y traicionado por todos los hombres, así que el Gran Señor del mundo decidió enviar a su querido Hijo para poner fin al problema.

El hombre es un ser muy difícil de dejarse amar. Se niega a respetar la Ley, a servir a Su Señor, a reconocer la soberanía suprema. Es un ser obstinado, tozudo. Ya había habido varios intentos de hacerles ver su error y arrepentirse en multitud de ocasiones mediante mensajeros, pero les habían insultado, vejado, incluso les habían dado muerte.

Pero ahora era el turno del Gran General, el Hijo del Emperador. Se había acercado al hombre, durante años vivió entre los pobres, los humildes, había enseñado secretos guardados durante milenios, había sufrido, había reído, había comido, había llorado. Amó a todos los opositores, pasó por aldeas sanando a los enfermos, haciendo andar a los cojos, dando vista a los ciegos, dejó a su paso bendición y bien. Venía a cumplir la justicia de Su Padre con ese pueblo rebelde. Llegó a Jerusalén, sus discípulos le acompañaron a la Ciudad de Paz.

Y al fin entró, montado en un humilde pollino, en un sencillo asno. Vestido con una simple túnica de lana sin ninguna gloria, sin orgullo alguno. Sus amigos, sus discípulos le rodeaban, apenas una docena de hombres modestos, insignificantes. La gente gritaba a su paso. Entusiasmados, tendían sus mantos a los pies del General y echaban pequeñas ramas de árboles en el camino que acolchara su paso. Entonaban cantos dándole la bienvenida, rogando que los salvase, dando gloria a Su Padre. La ciudad fue testigo del mayor acontecimiento de la historia. La Justicia fue satisfecha, la rebelión fue sofocada para siempre, el Hijo del Emperador fue sacrificado para ello. El velo del templo se rasgó, la separación fue eliminada. Fue una victoria completa.

Este hombre se llamaba Jesús, el hijo de Dios, y más adelante sería conocido como Jesucristo, Rey de reyes. La victoria total en la cruz y su resurrección de entre los muertos le elevaron a lo más alto, abrieron las cadenas de los hombres y restauraron el camino a Dios, para siempre.

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