martes, 27 de marzo de 2012

Debajo de las alas


La mamá pavo iba por el bosque muy contenta seguida de sus polluelos en fila india. Hacía apenas unos pocos días que habían salido de los huevos y la seguían a donde quiera que fuera. Ella estaba muy orgullosa, los polluelos eran muy bellos, llegarían a ser muy buenos pavos, grandes, fuertes, crecerían y se reproducirían para orgullo de su feliz mamá.

Era madre primeriza, pero había tenido buena maestra en el arte de criar polluelos, y había deseado durante toda su vida que llegara el momento en que engendrara vidas, aunque jamás se imaginó que los llegara a querer tanto y que llegasen a ser tan preciosos como ella los veía. Se le caía la baba cuando los veía corretear por entre los matorrales y los árboles siguiéndola por el tupido bosque en la constante búsqueda de un verde manjar que llevarse a la boca.

Pero ese día, algo comenzó a oler mal. La mamá pavo nunca antes había tenido aquella sensación, pero algo en su cabeza le alertó de una manera que no pudo obviarlo. El viento corría desde el arrollo que bajaba de la montaña blanca, desde ese lugar del que llegan los vientos calurosos en verano, y ese aire traía un olor extraño, rancio, incluso oscuro. Era hacia allí hacia donde se dirigía con sus pequeños así que corrigió el rumbo y se encaminó lo más rápido que puso en dirección contraria, huyendo de aquel mal que desconocía, pero de todas maneras temía, ya no solo por ella, sino por sus polluelos que ahora dependían de ella.

No podía ir más rápido, sus pequeños tenían las patas mucho más cortas que ella y se agotaban con facilidad, así que tuvo que adecuarse a su ritmo. Al poco rato, se dio cuenta que el aire ya no solamente traía un olor extraño, sino que también transportaba algo así como una niebla rara, que olía a rayos. Seguía sin saber qué era, pero sí que supo aún más que era algo de lo que debía huir, y de lo que debía esconder a sus crías. Los animó a que fueran más rápido, pero ellos no podían más, estaban agotados, así que tuvo que aminorar el ritmo, los pobres estaban haciendo lo que podían.

Y entonces fue cuando empezó a nevar. Pero no era una nieve normal, era una nieve muy extraña. No mojaba, solo manchaba. Y tampoco era del todo blanca, parecía como gris. Pronto, todo se comenzó a llenar de esa nieve. Cuando se quiso dar cuenta, vio que estaba sola, que sus pequeños no habían podido seguirla. Desesperada, se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos para intentar buscarlos, no podía dejarlos a merced del mal que los perseguía.

Lo encontró un poco más atrás en el camino. Estaban exhaustos. No podían dar un paso más. Ella podía seguir adelante, pero sus polluelos no lo lograrían. Los abrazó mientras fue consciente del calor que estaba empezando a hacer, los guardó a todos bajo sus alas. Ya era muy difícil respirar a causa de la niebla que lo estaba llenando todo. Y entonces fue cuando vio lo que estaba causando ese infierno.

Delante se alzaba imponente una masa amarilla, roja, brillante, ardiente, demoledora. Estaba devorando los árboles uno a uno, todos los animales que no huían de esa destrucción eran deglutidos sin compasión.

De pronto, la desesperación le embargó. No podía ser, ella y sus pequeños iban a ser destruidos por ese ardiente y brillante mal que se acercaba, alentado por el viento, justamente hacia ellos. Entonces tuvo que tomar una decisión. Aún podría huir, pero solamente ella, tendría que dejar atrás a sus pequeños. Pero no podía hacerlo, los amaba, quería que crecieran, que experimentaran la belleza de la vida, que aquel no fuera su último día. Sus pequeños no lo lograrían.

Y allí continuó, abrazando a sus pequeños, no los iba a dejar solos ante el terrible enemigo que les tocaba enfrentar. Abrazó con más fuerza a sus polluelos, los sentía ahí debajo. Provablemente fuera lo último que sintiera en su vida, pero se alegró de morir con sus crías bajo sus alas. Aquella niebla estaba acabando con su consciencia, y con ese último momento de lucidez, deseó con todas sus fuerzas que al menos sus pequeños sobrevivieran a aquella destrucción. Teniendo a todos sus hijos bajo las maternales alas del ave, dejó de sentir, de pensar, de existir.

Cuando el mal hubo pasado, dejando todo muerto y gris a su paso, solo quedó un montículo carbonizado de lo que había sido aquella madre que se sacrificó por estar con sus hijos en esos fatídicos momentos.

Y entonces fue cuando algo dentro de ese negro montículo se movió. Un poco, después un poco más, hasta que de él salió un pequeño pico, que se revolvió para hacer paso a la cabecita de uno de los hijos de la sacrificada madre. Poco a poco, salió de entre esa montañita que marcaba lo que había sido su madre. Le siguieron el resto de los pequeños que, en fila india, siguieron al primero que salió en su búsqueda de la nueva vida que su madre, con su sacrificio, les había regalado.

No hay comentarios:

Entradas populares