“¡Vaya un desgraciado!”.
Fue lo único que se le pasó por la mente al pastor protestante que pasaba
junto a aquel hombre tendido, tan derrotado que ya ni siquiera suplicaba ayuda, solamente una lata de sardinas abierta y con algunas monedas en su interior mostraba sus intenciones.
Había quedado con un miembro de su congregación para tratar un tema muy
importante, habían decidido adquirir un nuevo cañón para proyectar las
predicaciones y las canciones en la pared para que todo el mundo las viera y
debía escoger la mejor, y al mejor precio. La crisis no para por nadie.
La línea circular del metro a esa hora era un hervidero de
gente. Muchos habían comprendido que era más rápido y económico
usarlo y, aunque resultara mucho menos glamuroso, la verdad es que a fin de mes
se nota cada pequeño esfuerzo. Los vagones iban y volvían llenos hasta
reventar.
Entre el tropel de gente que circulaba por los grandes
pasillos, un comercial, con su corbata y su maletín iba rumbo a la zona que le
tocaba cubrir ese día. También pasó junto al desgraciado drogadicto. Le miró.
Pero en seguida apartó la vista. Había visto algo muy raro en sus ojos,
probablemente fuera alguien peligroso. Estaba tirado en el suelo, con la ropa
sucia y seguramente oliera mal, no lo captó bien porque había mucha gente
alrededor, pero la pinta que tenía lo decía todo. La droga es mala, esa lección
la aprendió hacía un tiempo. Aún jugueteaba con alguna que otra de vez en
cuando, pero siempre controlando, eso sí. Le miró el tiempo justo para
esquivarle y no contaminarse de su inmundicia. Y sus impolutos zapatos
siguieron pisando el suelo. Cuando levantó la vista, contempló a una jovencita
que le ayudó a olvidar la repugnancia de lo que acababa de ver. La siguió para
situarse cerca de ella en el vagón. Así se olvidaría un rato de la discusión
que acababa de tener con su mujer.
“Aquí no se puede
estar.” El guardia de seguridad se paró delante del drogadicto. “Este es un lugar público y no se puede
permanecer aquí entorpeciendo el paso de los usuarios.” Las palabras
correctas trataban de enmascarar la repugnancia que sentía. “Si quiere limosnar, debería pedir un
permiso al Ayuntamiento y, por lo menos cantar o algo.” La gente se volvía para contemplar como era
expulsado del lugar donde estaba tumbado este ser indigno. El hombre tardó un tiempo en levantarse, la verdad es que estaba tan débil que apenas se sostenía en pie. Al guardia le
faltaban apenas 5 minutos para el cambio, y comenzaba a impacientarse. Quería llegar a
casa y seguir con la partida del videojuego al que solía jugar. “¡Te he dicho que salgas de aquí!, ¡más rápido!”.
Su mujer le había dejado y el juez le había concedido la
casa y la custodia de sus dos hijos a ella. Desde entonces, todo había ido a peor. Comenzó
viviendo en una pensión, pero pronto, la paga que le tenía que dar a su exmujer,
era demasiado como para poder seguir además viviendo y pagando la habitación,
así que tuvo que decidir buscar otra cosa. Durante un tiempo estuvo durmiendo,
cuando encontraba cama, en una casa de unas monjas que ayudaban a los pobres,
pero no todos los días encontraba sitio. Su sueldo apenas le daba para mal
comer, y sus ropas cada vez estaban más sucias. Todo esto hizo que le echaran
del trabajo, no era lógico que un dependiente de una frutería oliera así de
mal, o que fuera a trabajar con aquellas pintas. Así que bajó aún otro escalón.
En la calle, se hizo algunos amigos, o él pensaba que lo eran. El caso es que
aquellas drogas que probó alguna vez de joven y que ellos tomaban le dieron una
salida temporal a su ruina de vida. Y llevaba ya 2 años malviviendo en las
calles, sobreviviendo como podía, comiendo de lo que encontraba en la basura y,
siempre que tenía mono, iba al metro a pedir limosna, al menos estando colocado
podía olvidar por un rato todos sus problemas.
Decisiones fallidas, caminos erróneos. Este hombre acabado
había equivocado el norte en demasiadas ocasiones, y allí estaba, saliendo
humillado del metro bajo la atenta mirada de los curiosos, mientras le seguía
un guarda malhumorado. La vida le había vapuleado vez tras vez de tal manera
que poca diferencia había entre ese maloliente hombre y un cadáver. “Ya no tengo más salida”, pensaba “sobreviviré hasta que pueda volver a
colocarme, después, solamente esperaré que se me pase para volver a sobrevivir el tiempo suficiente para volver a colocarme.
No hay nada más para mí, no soy nada más que esto.” Al alzar la vista y
contemplar un niño de la edad de su hijo pequeño que iba de la mano de su madre,
mirándole con cara de asco, se le escapó una lágrima. “Yo no quería esto. He fallado, pero yo no quería esto. ¿Es que no hay
una segunda oportunidad para un fracasado como yo?”
Porque la verdad es que Samaria queda muy lejos de Madrid, y los días en que nos ayudábamos unos a otros, muy remotos en el tiempo…
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