viernes, 23 de diciembre de 2011

Aquel Invierno I: La batalla

La noche era muy fría. El viento del norte helaba el maltrecho camino que surcaba el helador desierto. Una pareja circulaba, solitaria, rumbo al sur. La chica, apenas una adolescente, se arrebujaba dentro de su capa, para resistir el frío y proteger al pequeño que crecía en sus entrañas. El avanzado estado de gestación, hacía su periplo mucho más arriesgado. Por suerte, la mula de su marido la transportaba, guiada por él, un varón visiblemente mayor que la joven.

La verdad es que era muy mala época para viajar, el frío helaba los huesos y los asaltadores merodeaban por doquier. Una pareja solitaria en aquel recóndito camino que llevaba al pequeño pueblecito tenía una enorme diana para cualquier rufián que quisiera atacarlos. Y aquella noche, el matrimonio viajante, no tenía la dicha de estar solo.

 Detrás de unas piedras, junto al camino, tres bandoleros esperaban a los pobres desdichados que circulaban inocentemente por la senda. Oscuras sombras les habían guiado hasta aquel punto. Probablemente no pudieran robarles mucho, pero algo era algo. Además, la mula tendría algo de valor, no era muy vieja. Y la joven, aunque embarazada, serviría para aliviar alguna tensión que otra. El hombre seguramente muriera intentando defender a su amada, y el niño... nada importaba el niño. Que muriese también.

Con las manos en los cuchillos, tratando de hacer el menor ruido posible, esperaban a los pobres ingenuos. Se sentían exultantes, invencibles. Parecía como si algo sobrenatural les estuviera regalando una valentía y una fuerza inhumanas. A cada paso que daban los viajantes, se sentían más motivados, más sedientos de sangre, más dispuestos a matar. Ya ni el hecho de violar a la joven les resultaba llamativo, ahora querían sangre, muerte. En aquella noche, nadie saldría con vida, ni el padre, ni la adolescente, ni el bebé. Puede que ni siquiera la mula. La locura de las sombras que los controlaba les había cegado la mente. Ya no querían robar, ni sacar ganancia. Cada vez estaban más enfocados en la mujer. Tan enfocados que ya solo veían el fruto de su vientre. El bebé. Ese niño no nato. Debía morir. Ya.

Aquel camino parecía desierto. Pero solo lo parecía. Había unos asaltadores que estaban siendo engañados por sombras, para llevar a cabo sus crueles, sucios y perversos planes. Aquellos demonios se agrupaban en torno al camino. No estaban dispuestos a permitir que ese bebé naciera. Cientos, miles de enemigos tenía la pobre pareja en aquel solitario camino. Y no veían a ninguno.

Pero también tenían amigos.

Legiones angelicales custodiaban a los enamorados. En el vientre de aquella joven, estaba lo más precioso que había visto la humanidad, lo más importante de toda la historia, de todo el universo. Y ellos lo sabían. Debían defenderlo contra todo ataque, contra toda conjura.

Faltaban pocos metros para que llegaran a la altura de la emboscada, cuando comenzó la batalla invisible.

Un grupo de ángeles fue directamente contra los asesinos a la orden de su superior. Se estrellaron contra una muralla demoníaca. Otros batallones de sombras atacaron los flancos del grueso del grupo que protegía a los que, inocentemente, pensaban que su peor enemigo era el frío. Los ángeles se prepararon para la embestida.

La batalla encarnizada comenzó, espiritualmente. Las lanzas chocaron contra los escudos, las espadas contra las corazas. El destino de la humanidad dependía de aquella misión. La determinación de las huestes angelicales, capitaneadas por el General de los ejércitos celestiales, el Arcángel Miguel, penetró hasta el grupo de asaltadores que ansiaban la sangre del pequeño. Hicieron retroceder a los engendros tenebrosos a golpe de mandoble. Cuando hubieron llegado, justo en el momento en que ellos iban a saltar contra la pareja, un certero ataque de un querubín cegó las mentes de los atacantes, haciéndoles caer desmayados en el acto.

El resto del grupo, con obstinación ciega, resistieron los oscuros envites de las hordas de Satanás. El mismo caudillo de los demonios dirigía aquel ataque titánico. Los escudos de los ángeles taponaron todo intento de Lucifer. Poco quedaba ya para el gran momento.

Pocos cientos de metros más adelante, estaba el destino de la pareja. Un pequeño pueblecito que en ese momento bullía actividad gracias al edicto de un emperador a miles de kilómetros. Aquella batalla se recrudecía en ese momento, pero había comenzado miles de años atrás, y se prolongaría otros miles en el futuro, aunque daría un giro decisivo en los años por venir. Y este giro comenzaba en ese mismo momento.

 El Rey llegaba, al fin.

Y los ejércitos celestiales no permitirían por nada del mundo que nada malo le ocurriera.

No hay comentarios:

Entradas populares