jueves, 17 de noviembre de 2011

Menelik


Las trompetas que anunciaban una visita importante resonaron por todo el palacio. El anciano rey, que en ese momento se encontraba sentado en su escritorio, trabajando en uno de los libros en que estaba plasmando su enorme sabiduría, miró extrañado hacia la puerta del balcón, no esperaba visitas.

Pesadamente, se levantó mientras uno de sus súbditos apartaba hacia atrás la enorme silla, regalo del rey de Tarsis hacía ya 20 años. Se encaminó al balcón para comprobar a qué se debía tal revuelo mientras, en voz baja, maldecía. Le molestaba mucho que le importunasen mientras trabajaba. Los siervos ya estaban acostumbrados, la avanzada edad del rey le pasaba factura, y se estaba convirtiendo en un viejo gruñón.

Cuando vio los estandartes que portaban los abanderados, los atuendos de aquellos visitantes, el color de sus pieles, la belleza de los carros, los adornos de los caballos, la exótica belleza de las doncellas que entraban danzando a la ciudad de su padre, se le iluminó el rostro, se le aceleró el corazón. No era posible. Después de tantos años, al fin había vuelto. Ya pensaba que jamás volvería. Aún recordaba las bellas palabras que sirvieron de despedida.

“Volveré, amado mío. A tu lado he aprendido a amar al Dios verdadero, a amar la sabiduría, a amar la prudencia, a amar la vida, a amar a mi pueblo. Contigo he aprendido a amar a un hombre como a mi misma existencia. Amado mío, contigo he aprendido a amar.”

No pasaba un día en que no se le apareciera su dulce mirada, aquella bella cara, tan morena y tan bella como el Nogal tallado. Con aquellos labios de rubí, besándole las palabras que jamás olvidaría. Habían pasado más de 25 años. Seguramente habría envejecido, pero seguiría siendo la más bella de entre todas las hijas de Eva. Cuando una mujer es hermosa, en su vejez, la hermosura solamente crece, pues el corazón indómito de la doncella se transforma en pura dulzura, las arrugas son surcos de amor, las canas son hilos de plata. Lo había visto en su madre, su preciosa madre. Hasta el mismo momento en que murió, ella fue su ideal de mujer virtuosa. Y no solamente por su carácter afable, amoroso, responsable y cariñoso. Sino por su imponente belleza. Cuando una mujer bella, por dentro y por fuera, envejece, los años ponen valor y honra en sus cuerpos.

Ilusionado, dio orden de que le vistieran con sus mejores galas, que perfumaran su maltrecho cuerpo, que cepillaran sus cabellos y aceitaran su barba. Quería ser el rey que su amada recordaba, o al menos parecérsele lo más posible. El enfado y las maldiciones iniciales se convirtieron en ilusión, en esperanza, había rejuvenecido de golpe aquellos 25 años que le separaban de aquella despedida.

Apenas una hora después, el poderoso rey se encontraba sentado en su ornamentado trono. No había ningún trono como aquel en toda la Tierra, como tampoco había ningún reino tan poderoso como el suyo, ni un rey tan sabio gobernando sobre nación alguna de entre los hijos de los hombres. Los soldados, todos con sus armaduras inmaculadas, sus escudos de broce bruñido, sus lanzas esbeltas y recién pulidas, sus cascos dorados, sus capas de lino. Los leones que flanqueaban las escaleras del gran trono brillaban como el día en que fueron esculpidos. El mayor rey del mundo, anciano pero tan ilusionado como un adolescente, contemplaba cómo entraban al salón del trono la corte que portaba tan bello estandarte mientras apoyaba su arrugada mano en el pomo de su preciada espada negra. Las doncellas danzaban, los soldados portaban sus galas, los esclavos traían regalos preciosos que dejaban a los pies del rey. Animales exóticos eran ofrecidos al monarca, oro, plata, piedras preciosas, instrumentos musicales, sedas, perfumes, marfil… Todo era poco para agasajar al más sabio de entre los hombres, al mayor rey, al envidiado de los poderosos.

Cuando el espectáculo de los presentes hubo concluido, entró el portavoz de los invitados, ataviado con una túnica de seda de colores vivos.

- Gran señor, el sabio Salomón, rey de Israel.- El portavoz avanzó lentamente, tan ceremoniosamente como pudo mientras continuó hablando con grandes gritos y mayores aspavientos- Desde las lejanas regiones de África, muy al sur, llega su invitado, el príncipe de Saba, el hijo de la reina Makeda,  ¡el gran Menelik!

Salomón se levantó, sorprendido. Él esperaba a su amada, la reina de Saba, la belleza de ébano. Y en su lugar, se presentaba ante él su hijo.

Entonces entró el joven. Era alto, fuerte, una hermosa cascada de rizado pelo cubría su cabeza, vestía como un rey. Su piel, tostada, era algo más clara que la de sus conciudadanos. Un peto de oro, unos brazaletes de platino, el cinturón con la cabeza de un león. En su frente, una diadema de oro con piedras preciosas adornaba su regia testa. La perilla culminaba en un aro de oro. Muslos fuertes, mirada inteligente, andar seguro. Aquel era el digno hijo de su poderosa y bella madre. Avanzó con andar firme, denotaba prudencia y decisión. Se paró frente al rey, hincó su rodilla en tierra y miró a los ojos al anciano.

-Gran rey Salomón, soy Menelik, hijo de Makeda, reina de Saba.- Sostuvo la mirada al rey, que permanecía de pie, con una mano apoyada en el trono y la otra sosteniendo aún el pomo de la espada. Levemente y por una fracción de segundo, al príncipe se le fue la vista al arma. La mirada del rey denotaba confusión.- Vengo en nombre de mi madre, que le guarda mucho respeto, honor y amor. Ella me ha enviado para aprender de tu sabiduría y poder llegar a convertirme en un buen gobernante para mi pueblo, en aquel que la nación de Saba se merece, con el favor de Dios y de los hombres.

Salomón estaba nervioso, muy nervioso. Comprendía perfectamente qué estaba ocurriendo allí. El joven debía contar con veintialgunas primaveras, su tez era clara, mucho más clara que la de su madre, si mal no recordaba. Sus cabellos no eran tan negros. Y lo más inquietante de todo, sus ojos contaban con un brillo, una inteligencia, una sensatez que no venían del sur. Incluso el color de aquellos ojos era exactamente igual al de su padre, David. Menelik, príncipe de Saba, era su propio retoño.

Su madre, la reina de Saba, aquella que había agradado las noches de Salomón, le había llevado ante su amante para que aprendiera del más sabio, del más poderoso, del más ingenioso, del mejor. Los siguientes meses, Menelik los pasó aprendiendo de la mano de Salomón. Era evidente que sabía que se trataba de su auténtico padre, pero en ningún momento le sorprendió, estaba claro que lo sabía desde antes de salir de su hogar. Allí aprendió acerca del dios de los israelitas, del que tanto le había hablado su madre, de las palabras que salían de los labios del Gran Rey, aprendió a resolver conflictos, aprendió nociones de estrategia, de arquitectura, de justicia, de todo aquello que necesitaba para ser un gran monarca cuando volviera a su tierra. Salomón tampoco le reconoció que había descubierto su secreto, pero en cambio le trataba incluso mejor que a sus propios hijos.

Y llegó el día en que Menelik tuvo que abandonar a su padre para dirigirse al sur, al lugar en donde pondría en práctica aquello que había aprendido de mano del mejor. Allí se convertiría en el mayor rey que Saba jamás tuvo, en la envidia no solamente de África, sino de todo el mundo.

Antes de su partida, pidió al rey si podía ordenar construir una réplica del Arca de Dios, de aquel que construyó Moisés en el desierto y que residía en el Templo, del lugar donde habitaba el mismo Dios creador de los cielos y de la tierra. Se lo pidió en nombre del amor que profesaba a su madre, diciendo que a ella le encantaría tener eso para rendir culto al dios que ella había conocido del tiempo que pasó con Salomón, el hijo de David.

Menelik salía, escoltado por miles de soldados, algunos propios, otros enviados por Salomón para guiar al hijo de su amor, y al suyo propio al lugar donde pertenecía. Miles de presentes, símbolo de la amistad de los pueblos y del amor de los gobernantes se dirigían al sur portados por el fruto de su pasión. El corazón de Menelik estaba mucho más que satisfecho. Había aprendido mucho más de lo que esperaba, se sentía preparado para suceder a su madre en la ardua tarea de capitanear a sus muchedumbres hacia un futuro mejor, había aprendido a seguir, respetar y agradar al Dios Verdadero y volvía a casa con el Arca de la Alianza. Con la auténtica. La había cambiado por la falsa en una misión nocturna y cargada de traición, pero así es como debería ser. Había contemplado con sus propios ojos cómo Salomón guiaba a su pueblo tras falsos dioses por influencias de su multitud de mujeres, ese rey no era digno de ser el del pueblo elegido por Dios, él convertiría al pueblo de Saba en aquel en el cual debía caer la bendición de Dios, y convertiría a su pueblo en el elegido por Yahweh de entonces en adelante. Construiría un templo aún más majestuoso que el de su padre y todos se rendirían ante este dios del que le habló su madre. Pero aquello no era todo lo que se había llevado, la traición del hijo secreto de Salomón iba mucho más allá.

Desde su balcón, Salomón veía partir a aquel hijo que, hasta hacía varios meses, ni siquiera sabía que existía, y ahora era tan amado por su anciano corazón como el mismo Jeroboam. Portaba regalos a su amada, la réplica del Arca, soldados, honores. Pero todo era poco. Aquel rey sería sabio, capaz, audaz, poderoso. Aquel rey daría honor a su amada madre, incluso a él, su padre.

Esa misma tarde, Salomón ordenó a sus criados que le vistieran con el atuendo del rey, debía juzgar sobre su reino, esa era su tarea. Cuando fue a completar su regia imagen con la negra espada, símbolo de su poder, el regalo más preciado que le había legado su padre, vio que no estaba. Desesperado, la buscó por todos lados.

El joven se había llevado, rumbo al sur, a las verdes y frondosas tierras de Saba. Salomón supo en aquel momento que, por encima del plan de Menelik de instruirse, de aprender, de conseguir una copia del Arca, por encima del conocimiento o del saber. Aquel era el plan de Makeda. Ella había aprendido cuando estuvo entre sus brazos, alojada debajo de sus sábanas, la importancia de la sabiduría del rey, de su confianza en Dios, de la benevolencia para con su pueblo, pero también había conocido el poder de “La Rosa”. La espada que guía al mundo. Esa mujer le había dado un hijo, un digno hijo, pero le había robado el poder. 

Ahora lo sabía. Aquel reino, el mayor de toda la tierra, hasta ahora seguro bajo su trono, no sobreviviría a él.

Y en el sur se erigiría una civilización, sobre el poder del príncipe y su espada, que se levantaría como un león sobre la tierra, que despedazaría a sus enemigos y que miles de años después seguiría rugiendo con toda su fuerza.

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