martes, 22 de noviembre de 2011

Asshlynn


Los pies colgaban entre la ropa.

Asshlynn cada día llegaba a casa con la cabeza agachada. Sin decir nada subía las escaleras rumbo a su habitación. Nunca escuchaba los saludos de su madre que le gritaba mientras hacía la comida. Nunca corría junto con su hermana mayor que siempre llegaba antes que ella a casa. Ella andaba lentamente, mirando al suelo, sin apenas mover los brazos.

Los pies colgaban entre la ropa, descalzos y fríos.

Su madre comenzaba a estar preocupada. Lo cierto es que, durante mucho tiempo, su hija había estado sin sonreír. La chica se solía esforzar en hacer las tareas de clase y en participar cuando lo mandaba la profesora. No era la hija perfecta, pero en líneas generales, era una buena chica. Pero llevaba un tiempo que no era ella. Cada día, cuando llegaba a casa, se encerraba en su cuarto. Cuando la madre se paraba a escuchar frente a su puerta, solamente escuchaba los sollozos y los insultos que ella misma se propinaba. Se la imaginaba de pie, delante del espejo. “¡Gorda, que eres una gorda!” se decía. “No me extraña que nadie te quiera, con lo fea que eres.” La madre no podía contener las lágrimas ante aquello. “¡Puta!” se llegaba a decir. Su madre hubiera querido entrar en la habitación y decirle que no era verdad, que ella era preciosa, una niña muy bella. Que todas aquellas cosas eran mentiras que usaban sus compañeros para pasar un buen rato, nada que ver con la realidad. Hubiera querido entrar, abrazarla y decirle que la quería mucho, que era su niña, su tesoro, su amor. Pero no lo hizo.

Los pies colgaban entre la ropa, descalzos y fríos. La bufanda que le había regalado su padre se enrollaba en su cuello.

Sabía, porque se lo había contado la hermana de Asshlynn, que en el colegio, sus compañeros de clase, la insultaban constantemente. Precisamente, aquellos tres insultos eran los que, día tras día, tenía que aguantar la pequeña. Se reían de ella, la señalaban, la llamaban puta, gorda y fea. Y ella se lo creía. Se lo creía y contribuía a su humillación, con lágrimas en los ojos y el corazón roto, desmoronándose.

Los pies colgaban entre la ropa, descalzos y fríos. La bufanda que le había regalado su padre se enrollaba en su cuello. La luz de la calle se dejaba entrever en el habitáculo.

Su madre, en diferentes ocasiones había intentado ir a hablar con los profesores para que procurasen que aquello cesase, que a su niña le fuera devuelta su sonrisa, su preciosa y sincera sonrisa. Pero no había tenido suerte. Los profesores aseguraban que no había ningún problema, ningún maltrato hacia ella y que seguramente sería un intento de obtener mayor atención. Que seguramente se tratase de una acusica que hace más importante su situación de lo que es, solamente para que la gente le hiciera caso.

Los pies colgaban entre la ropa, descalzos y fríos. La bufanda que le había regalado su padre enrollaba en su cuello. La luz de la calle se dejaba entrever en el habitáculo. La sonrisa, como siempre, desaparecida.

Entonces, su madre se propuso ir a hablar con la directora. No podía permitir que su hija siguiera atormentándose y viviendo aquel infierno terrenal que sufría. Iría con su niña y hablarían de la verdad. Nada de invenciones de la pequeña para obtener atención, nada de acusaciones falsas. Iría al fondo de esta cuestión y lo resolvería, y le devolvería la sonrisa a su preciosa hija. Ya  tenía concertada la visita con la directora, debían salir inmediatamente. Llamó a Asshlynn para que bajase, tenían que salir ya. No respondió. Volvió a llamarla. Continuó sin responder. Entonces llamó a su hermana. Ella sí que respondió. Le dijo que fuera a la habitación de la pequeña y le dijera que bajara ya, que tenían que salir. La hermana mayor fue a su habitación. No la encontró. La llamó, pero no respondió nadie. Sabía que a veces se metía en el armario para huir de la realidad y que nadie la molestase. Estaba entreabierto. Se asomó.

Los pies colgaban entre la ropa, descalzos y fríos. La bufanda que le había regalado su padre enrollaba en su cuello. La luz de la calle se dejaba entrever en el habitáculo. La sonrisa, como siempre, desaparecida. Las lágrimas aún empapaban su rostro, la muerta imagen de la desolación. Aquellas tres palabras, habían llevado a su voluntad a doblegarse. Ya nadie la consolaría. Ya nadie la insultaría.

La hermana cayó al suelo, sin palabras. No podía dejar de mirarla, ni siquiera podía gritar, ni llorar. No lo comprendía. Ella la quería, sus padres la querían. Pero ella decidió creer lo que sus crueles compañeros le decían. Y se lo tomó muy en serio. Tanto que allí estaba su cuerpo sin vida, colgado en el interior de un armario. Ahorcada con la bufanda que, con todo el cariño del mundo, le regaló su padre.


*Basado en una historia real.

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