martes, 14 de junio de 2011

El condado de Stonebridge

En el próspero y rico condado de Stonebridge llegó, despues de muchos años de abundantes cosechas, una temporada de mucha hambre. Los impuestos que los campesinos tenían que pagar a su señor, el conde Lord Completon, se habían hecho tan gravosos que las familias, desesperadas, se habían visto en la obligación de vender sus pocas pertenencias para poder seguir adelante. Ya ni las casas donde vivían eran suyas.

Hubo algunos pocos que habían guardado algo de grano para un momento como este, lo que hizo que pudieran subir el precio de lo poco que había ante la gran escasez de los alimentos. Las familias más pobres, ni aún habiendo vendido todas sus posesiones a su señor, tuvieron para alimentarse. Pero el verdadero problema llegó cuando vino el día en que tenían que pagar sus impuestos a Lord Completon por utilizar sus campos, por usar sus molinos, por beber de sus ríos, por cruzar por sus puentes, por vivir en sus casas.

Muchas familias estaban desesperadas con solo pensar en enfrentarse a la mirada inquisitoria del Lord. Él les reclamaría su dinero, y la mayoría de ellos no tenían ni para alimentar a sus pequeños, cuánto menos para pagar el arrendamiento de un año entero de todo lo que antaño les mantenía. Hubo algunos que incluso llegaron a ahorcarse para no tener que afrontar la cruda realidad. Todos se imaginaban al Lord con su mirada cruel, disfrutando mientras veía como su pueblo moría de inanición, sonriendo mientras imaginaba los azotes que ordenaría dar a todos aquellos que no pagasen.

Y llegó el día. El primer sábado de septiembre, recién terminada la temporada de verano, temporada que nada dio a los habitantes de Stonebridge más que miseria. Cuando las primeras luces del alba sacaron del sopor a los súbditos de Lord Completon, en la puerta de la iglesia había una nota clavada. Poco a poco, todos, calladamente, se acercaron a leer lo que, seguramente, sería su sentencia de muerte, para ellos y para todas sus familias.

Todos y cada uno de los que lo leían se quedaban perplejos. En la nota informaba que el noble había visto los sufrimientos de su gente y que, por lo tanto, había decidido perdonar todas las deudas a todos aquellos que así lo desearan. Y no solamente eso, sino que había decidido que también a quienes perdonara les entregaría en propiedad sus viviendas y una porción de campo suficiente para poder subsistir con sus familias sin problemas. Solo pedía una condición, y es que debían pasarse esa misma tarde, entre las 4 y las 5, por su despacho en el castillo del Lord.

Aquello formó un revuelo entre los ciudadanos que la ciudad parecía un gallinero más que un pueblo sumido en la miseria. Parecía que estaban todos de fiesta. La felicidad les había embargado. Entonces, poco a poco, un pequeño sector comenzó a contagiar al resto de pesimismo. “Seguramente sea una trampa” decían, “yo creo que el Lord se estará partiendo de risa ahora mismo, ¿cómo nos va a perdonar todo?”. “Se arruinaría”. “No tiene sentido”. “Yo escuché que pasó algo así en el pueblo de mi madre y lo que hizo el señor es matar a quien se presentara”. Y así, poco a poco, perdieron la ilusión, lo que convirtió la alegría en miedo o en pasotismo.

Llegó el momento, las 4 de la tarde. Una gran multitud se agolpaba a las puertas del castillo de Lord Completon. Un pobre campesino, Kent, llegó a la aglomeración de gente. “¿Quién es el último?” preguntó. “¡Ah! ¿que tú piensas entrar?” le respondió el líder del gentío. “¡Claro!, ¿cómo no voy a entrar? Mi casa es del Lord, no tengo tierras, mis hijos se mueren de hambre. Seguramente vosotros tenéis mucho miedo, pero yo no tengo nada que perder.” “Estupendo”, el líder alzó la voz para que todos le oyeran, “entonces entra, y si es verdad esto que dice en la nota, sales y nos lo dices para que nosotros también podamos disfrutarlo.” Kent asintió levemente con la cabeza mientras penetraba por las grandes puertas del castillo rumbo a su destino.

Lord Completon esperaba sentado en su sillón de piel a que la avalancha de súbditos reclamara las promesas que él les había hecho. De pronto, una sombra se vislumbró por debajo de la puerta de su despacho. La golpeó tímidamente. “¿Lord Completon?”, era el joven agricultor, Kent. “Sí, estoy aquí. Pase, pase.”

El muchacho pasó adentro con la cabeza agachada. Estaba entrando delante de su señor como un auténtico pordiosero, pero el caso es que no podía presentarse de otra manera, no tenía otras ropas.

“Así que tú eres Kent, ¿verdad?.” El súbdito afirmó con la cabeza, la verdad es que estaba muerto de miedo. “Pues bien, mi joven amigo, siéntate en esa silla, por favor.” El chico se sentó tan dignamente como pudo. “Aquí tengo datos de todo lo que me debes, que cultivas mis tierras y vives de ellas, que habitas, con tu familia en una casa de mi propiedad, que, de hecho, el año pasado no terminaste de pagarme los impuestos, que usas mis puentes, mis molinos, incluso tengo datos de alguna vez que cazaste en mi coto.” Kent ya se temía lo peor. “Pero yo también he visto tu desgracia con toda esta hambruna, he visto que apenas tenías para alimentar a tus preciosos hijos, ni a tu mujer, he visto como cada noche, llorando, ibas a buscar algo por los campos para que los tuyos no murieran de hambre. Así que he tomado una decisión. Desde ahora la tierra que cultivas, más otra semejante de entre lo que rodea mi castillo será tuyo, que remodelaré tu casa para que puedas vivir dignamente con tu familia y te la entregaré en propiedad, que cada vez que necesites algo, podrás venir a pedírmelo, y yo te lo daré, sea lo que sea. He decidido que haré misericordia de ti, Kent y de tu familia. He decidido que jamás, ni tú ni los tuyos, volveréis a pasar penalidades. Y, por supuesto, olvidate de todo lo que me debes. De hecho, hasta que pase esta hambruna, vendréis a comer a mi mesa.

El joven cabeza de familia no se lo podía creer. No solamente había cumplido con su palabra, sino que había añadido mucho más. No podía hablar, no podía expresar su agradecimiento a su señor.

“Tengo que pedirte otra cosa, mi joven amigo.” Lo que sea, trató de decir Kent mientras se levantaba para salir a anunciar a todo el mundo lo que les pasaría si entraban. “No salgas de mi despacho hasta que sean las 5. Quiero que, quien acepte mi misericordia, lo haga creyéndome a mi, y no a nadie más.” El chico se volvió, sonrió al Lord y se volvió a sentar en la silla donde estuvo hablando con Lord Completon hasta que se cumplió la hora, hora en la que nadie más entró a reclamar lo que decía en la nota.

Cuando salió por la puerta, la cara de Kent era todo felicidad. Los que esperaban fuera le preguntaban todos a la vez. El chico solo pudo decir una cosa “todo es verdad, y mucho más”. Y con las mismas, se fue corriendo a dar las buenas noticias a su familia.

Entonces, todo el mundo entró en razón. Supieron que debían entrar a recibir lo que les ofrecía su señor. Pero, cuando llegaron a la puerta del despacho, ya estaba cerrada, Lord Completon se había ido. Su oportunidad había pasado. Habían podido recibir todo de gratis. Y no lo hicieron por dejarse llevar por el pesimismo de unos pocos, por no creer en la buena voluntad de su señor. Por no creer en Él.

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