viernes, 8 de abril de 2011

Pro Anima Artorius

El rey paseaba desolado por las enormes salas de su castillo en la bellísima ciudad de Camelot. Las mismas leyes que le habían conservado como rey, aquellas que él mismo había servido durante tantos años, eran las que iban a destruir su bien más preciado.

¿Cómo habría podido Lancelot?, ¿porqué le había traicionado su mujer, Ginebra, su reina?.

Ahora era demasiado tarde, en una de las ocasiones en que había tenido que ausentarse de Camelot por causa de guerra, ambos amantes habían sido descubiertos por Mordred, el hijo de Arturo. No había lugar a juicio o mayores miramientos, ambos debían morir por alta traición. Tanto Ginebra como Lancelot fenecerían quemados en una hoguera que, si Dios tenía misericordia, también calcinaría su traición y, si la gracia divina así lo permitía, Arturo volvería a disfrutar de su amada en la otra vida. Ese era su único consuelo. Ahora debía permitir su ejecución, debía respetar las leyes de Camelot.

Años le separaban de su gran momento de gloria. Aquel en el que, siendo un muchacho de apenas 15 años recién cumplidos, Arturo acudió, acompañando a su padrastro, sir Héctor, a un campamento que se había formado alrededor de una espada clavada en un yunque. La leyenda rezaba que quién sacase ese filo de su prisión férrea, sería el nuevo rey por sobre toda Inglaterra y que sería el encargado de reunir todos los pueblos de las islas de Gran Bretaña para darles poder y gloria.

Este campamento se había creado hacía relativamente poco tiempo. En apenas 4 años, comerciantes, taberneros, prostitutas, casas de apuestas, todo tipo de negocios habían ido prosperando alrededor de la mística espada negra. La razón es que eran miles los visitantes que llegaban de todos los rincones de Inglaterra, de las tierras de los francos, de Castilla y de todos lugares del mundo para intentar conseguir el trofeo del reino. Lo realmente curioso es que si, como rezaba la leyenda, esa espada llevaba ahí alrededor de un siglo, cuando un mago hizo el hechizo para dejarla allí hasta que quién fuera digno la pudiera sacar, solamente había explotado su fama hacía unos pocos de años.

El caso es que sir Héctor trató infructuosamente de liberar el acero del yunque donde estaba hincado. Frustrado, se dio la vuelta y, mientras se dirigía a su caballo para volver a casa, un anciano le dijo en tono de mofa que porqué no dejaba al muchacho probar suerte. Héctor se dio la vuelta y, mirando a la multitud, no encontró al autor de la propuesta. Pero estas palabras habían calado hondo en algunos otros observadores que también animaron al chico a atreverse contra el reto que se le había resistido a su padrastro y a todos los caballeros y mozos que habían buscado fortuna.

El joven Arturo miró a la espada, y seguidamente a Héctor en busca de aprobación, con cara de realmente estar mendigándola. La gente que le animaba, iba creciendo extrañamente. Hector, que al principio pensaba que ciertamente era una estupidez que el crío lo intentara habiendo fracasado su mentor, se estaba comenzando a animar en vista al clamor popular. Era claramente muy extraño ver a tanta gente aclamando a Arturo, suplicando a Héctor para que dejara al chico probar fortuna. Así que, después de un rato en el que los ánimos prácticamente se convirtieron en una ovación popular en favor del chico, su tutor le miró y, levemente, asintió con la cabeza dando su tímida aprobación.

En ese momento, el corazón de Arturo estaba a mil. Por una parte, emocionado por tener la oportunidad de probar suerte con la mítica espada, aclamado por cientos de personas y con la aprobación de Héctor, cosa que jamás hubiera pensado haber conseguido, y por otra, por tener la absoluta certeza que, como los miles y miles que habían probado antes que él, iba a resultar en un fracaso. Aunque, según se acercaba, a paso ligero, a su destino, una pequeña llama de esperanza se encendía en su joven corazón. Cuando estuvo cerca del yunque, casi sentía que esa pequeña llama iba a quemarle, y cuando sintió el frío acero de la empuñadura de la espada en sus manos, creía que iba a estallar dentro se su nervioso pecho.

Arturo contuvo la respiración y se dispuso a sacar la espada, mientras, se podía escuchar el sonido del viento, cosa que en todo el día se había conseguido hacer, por el silencio que reinaba en el poblado, todos estaban pendientes del joven que estaba intentando sacar la espada, casi como si olvidaran que cientos chavales de su misma edad lo habían probado antes que él. Solamente tuvo que tensar minimamente los músculos de sus brazos para notar cómo la espada cedía. Paró. No se lo podía creer, estaba al borde de un ataque al corazón. Debía haber sido solamente una sensación que le había dado, no podía ser que fuera tan sencillo, ni siquiera había hecho fuerza. Nadie parecía haberse dado cuenta de que la espada se había movido un poco, la verdad es que era muy poco. Volvió a agarrarla fuerte y, sin apenas esfuerzo, la espada salió hasta el final, hasta que solamente fueron sus manos las que la sujetaban.

Arturo se quedó mirando al negro brillo del filo. Parecía estar hipnotizándole. Con una sonrisa tonta de medio lado miraba la llave que le abriría el trono, no solamente de Inglaterra, sino de todas las islas británicas, sería un buen rey. Su mente ya estaba bullendo con la cantidad de posibilidades, la cantidad de cosas que, a lo largo de su corta vida había soñado con poder cambiar, eliminar injusticias, dar facilidades a todos por igual, ennoblizar el trono, allanar su país. Podría al fin ser él mismo el salvador que siempre soñó que algún día llegaría para mejorar las cosas.

Entonces, aturdido por la situación, se dio la vuelta y lo vio. Cientos de personas arrodilladas delante de él. Cientos de cabezas agachadas ante su humilde estampa. El pequeño ahijado de Héctor, apenas un adolescente imberbe, se acababa de convertir en el rey de Inglaterra, en el prometido salvador.

Ahora, decenas de años después, con la cruda realidad encima, aquella que le demandaba que ordenase la muerte de su amada esposa, de su reina y de su mejor caballero y amigo. Si hubiera alguna manera en que pudiera salvarlos, perdonar el terrible acto, la mayor de todas las traiciones, lo haría, lo que fuese. Deseaba hacerlo. En ese momento cambiaría todo su poder, cambiaría aquel momento glorioso en el que, por primera vez, sostuvo a Excalibur en sus inexpertas manos, cambiaría todos los momentos, todos los cambios, todas las noches junto a Ginebra, absolutamente todo desde esa tarde de junio hasta hoy, solamente por no tener que responsabilizarse de la muerte de los dos amantes. Ellos habían cometido el crimen, pero él se sentía el responsable. Él iba a ser el verdugo de los dos mayores tesoros que había conocido en este mundo, incluso por encima de la espada que le dio todo lo que tiene, aquella por la que destruyó a los sajones como a un rebaño de ovejas sin pastor. Pero no había nada que pudiera hacer por salvarlos. ¿O sí?.

Pocas horas más tarde, desde el balcón de sus aposentos reales, el turbado Arturo contemplaba la pira ya preparada. Ese infierno que se iba a crear para purificar Camelot, el lugar donde la justicia tenía que reinar sobre todo, incluso sobre el rey y su reina. La tarde estaba lluviosa, oscura, parecía como si las nubes conocieran la negrura de aquella funesta tarde. El ocaso se adelantaba como si los mismos rayos del sol no quisieran ver lo que se avecinaba. En el patio del castillo, había una docena de personas. Por orden real, y en contra de la voluntad de casi todos, solamente iban a presenciar el acontecimiento los estrictamente necesarios, nadie se mofaría de su reina y de su hermano.

Los sentenciados entraron en escena ataviados con una pesada túnica de lana marrón. Arturo no sabía si quería ver el cumplimiento de la sentencia o prefería permanecer ciego ante aquello. Se acercaron, conducidos por media docena de soldados reales, a la pira preparada para su cremación. Allí esperaban un par de verdugos con la cabeza tapada. Todo parecía tan macabro que nadie pensaría que el corazón de aquel que había ordenado su muerte estaba resquebrajadose, que sus ojos apenas podían abrirse por lo hinchados que estaban, por la cantidad de lágrimas que lloraban.

Los amantes fueron liberados de las cuerdas que les apresaban para que su lugar lo ocuparan unos grilletes de hierro que ya tenía en las manos uno de los verdugos.

En ese momento, en un rápido movimiento del hábil Lancelot, sacó de debajo de su túnica una espada que hizo retroceder a todos al instante. En sus manos lucía, con la maestría del que ha vivido toda su vida empuñando el hierro, la espada del brillo negro, la corona de Arturo, Excalibur. Nadie lo entendía, ¿cómo había podido ser?. La espada siempre la tenía Arturo junto a sí. Sin que nadie opusiera ninguna resistencia, el caballero acompañó a Ginebra a la salida, donde dos caballos los esperaban, convenientemente preparados para un largo viaje.

Arturo, destrozado, y dentro del dolor de haber perdido a su mujer y a su hermano, estaba satisfecho. Aunque por el camino hubiera perdido la espada que le dio el trono, la que le habría dado el mundo de habérselo propuesto. Había perdonado la vida de los que él más quería, había perdonado sus males contra Camelot. Arturo ciertamente pagaría esta afrenta, este mal contra sus propias leyes. Pero ahora nada de eso importaba. Sabía que los dos amantes serían felices, fueran donde fuesen. Serían felices. En su corazón, todo lo arriesgado, todo lo sufrido, todo lo perdido había merecido la pena.

La Rosa abandonaba Camelot para seguir su viaje por la historia, viaje que le llevaría a Castilla. A las manos de un desterrado por su rey, a otro que, gracias al poder de la espada negra, conseguiría escribir su nombre con sangre en la historia de la humanidad, Don Rodrigo Diaz de Vivar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

muy bueno, me ha gustado mucho!. sigue con estas historias! pero poco a poco que se disfruta mas xD

Entradas populares